Es un día cualquiera, la gente camina a su paso, cada cual con su historia, con sus prisas de siempre, adelantándose los unos a los otros. Una madre ayuda a su hija pequeña a ponerse la chaqueta y se asegura de que se la abrocha hasta arriba. El hombre de negocios acaba de comprar un café en el Starbucks, le pega un sorbo mientras olfatea el aroma e intenta encontrar cobijo a sus manos frías en él. Pobre iluso, que la sensación de calor que desprende una taza de cerámica no es reemplazable por los fríos vasos de cartón. Aún así lo busca, quizá obnubilado por el deseo o la añoranza de lo que ya no está.
Y yo sigo ahí parada, en el puñetero semáforo en rojo que quizá me haga llegar tarde al trabajo. Un coche me sobresalta, se coloca a mi altura, no puedo evitar girarme y entonces la veo, no tendrá más de cuatro años, una niña preciosa me sonríe desde su asiento, y sí, es a mí, esa preciosa niña me está obsequiando con una de sus maravillosas sonrisas, así, sin conocerme, sin más.
No puedo evitarlo, el corazón se me llena de ternura, y el mundo te prometo que en ese momento para. Se evapora el tráfico, y con él todo el ajetreo de la bulliciosa ciudad, desaparecen las prisas de la gente, se desvanecen las ansías de llegar antes que nadie. Ese instante es de esa niña y mío.
Con ese gesto mi día cambia, y me sorprendo a mi misma preguntándome en qué momento cambió todo. En qué momento las cosas importantes, los pequeños gestos fueron reemplazados por actos automáticos y carentes de valor. Me reafirmo en mi convicción de que la simplicidad más grande construye grandes momentos. Y ese es uno de ellos. Una simple sonrisa, pura, sincera y sentida. Ese tipo de sonrisa que llega al alma, que la reconforta y la embriaga de un amor inigualable.
Ya ves, tonterías como esa, y ¿por qué sigo repitiendo “tontería”? No debería usarse esa palabra en ningún contexto en el que se incluya la palabra “sonrisa” o alguna de sus variantes.
Y por supuesto, se la devuelvo. Y ahí nos quedamos, en ese intercambio de gratitud.