Te elegiría mil veces más

Llueve. Son las cuatro de la mañana y me sorprendo dando vueltas en la cama. ¿Cuándo comencé a enterarme de lo que ocurría en la noche? Siempre he sido de esas personas a las que ni una bomba habría despertado. Pero estoy aquí, mirándote, mientras escucho el ruido persistente del agua golpeando los tejados de las casas. Y me tapo hasta las orejas mientras me acurruco cerca de ti. Y no te inmutas. Sigues relajado, ensimismado en tu sueño profundo. Y sonrío, porque me hace feliz verte así. Me hace feliz verte.

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Pienso en la suerte que tengo de tenerte. Mi felicidad no depende de nadie, ni siquiera de ti, pero me engrandece, tu amor sobrepasa mis propios límites y me enseña cosas cada día. Ahora soy mucho de lo que jamás pensé que sería. Y no has sido tú, hemos sido los dos.  La confluencia de dos almas que no han hecho más que amarse. Que siguen haciéndolo, a pesar de la adversidad, de las dificultades que surgen cada día y de los sinsabores que la vida se encarga de irnos obsequiando. Pero estás aquí. Yo estoy aquí. Y eso lo significa todo. No en presencia, sino en mucho más, en lucha, en fuerza, en ganas.

Siempre me dices que te he hecho ser mejor, pero ¡Ay si supieras! Tú me has dado tanto… Lo mejor de mi vida. Esas cosas que escapan del léxico, de los sentimientos y de lo hasta ahora inventado. Has creado una magia que ni cien vidas podrían haberla causado. Un aura que nos agarra con fuerza trayéndonos para sí. Y me hacen volar contigo, soñar contigo y amarte más.

Siempre he sido un rato peliculera, soñadora y romántica hasta decir basta. Pero contigo he aprendido su significado real. Y no tiene nada que ver con relaciones idílicas, lluvia de corazones y canciones como banda sonora. El amor es dedicación y constancia. Es tener esa certeza absoluta de querer andar para siempre de su mano, inclusive en los momentos que la tormenta amenace con apagar la llama. El amor es que me veas hecha una piltrafa y aún así sonrías y me digas lo bonita que estoy. Es irte corriendo al quiosco en busca de gusanitos de mantequilla porque acabo de decirte que me apetecen como lo que más. El amor es tu preocupación en el rostro cuando me encuentro mal. Y los mensajes que me envías cuando me tienes lejos. Me has hecho entender que no hacen falta palabras bonitas cuando tus ojos lo dicen todo. Que no existe una escala gradual para calcular la intensidad con la que se siente. Y de nada sirve situarla en la tierra o la luna. Simplemente está ahí, en todo su esplendor. Esperando recibirla con los brazos abiertos y cobijarla con millones de besos. Ni tú amas más ni yo siento menos. Cada uno lo hace con la vehemencia de la que es capaz. No hay dos personas iguales, ni dos formas de amar similares. Por eso he aprendido también, que no se puede esperar que alguien sienta de la misma forma que tú, porque no hacerlo no significa que no lo haga con todo su ser. Hay que tener cuidado con las palabras que se dicen y cómo se dicen. Y sobretodo estimar cada pequeño detalle del otro y situarlo en el escalafón que se merece. Como algo auténtico, sincero e irrepetible.

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Pienso en la primera vez que te vi. En como mi ingenuidad adolescente desconocía todo lo que significarías para mí. Pero el destino, la vida, o nosotros decidió/decidimos unir los caminos para hacerlo uno. Y me satisface, a la vez que enamora, saber que si tropiezo me sujetarás con fuerza. Y yo estaré ahí para ti. Para correr a tus brazos, sostener la cantimplora o asegurarme de que tu mochila pese cada día menos. Porque a pesar de las experiencias que nos van encontrando, algunas o muchas resultan necesarias dejarlas marchar.

Ahora, en el momento en el que nos encontramos, surgen infinidad de dudas a diario. Y aunque consigamos quedárnoslas para sí, se perciben. Yo lo hago, al igual que tú. Porque nos conocemos hasta la saciedad.

Pero te aviso: No tengas miedo. Serás capaz de todo y de mucho más. Y te sorprenderás a ti mismo, de la cantidad de cosas que desconocías, y seguiremos creciendo juntos, aprendiendo a la vez, sumando a la vez. A mí también me tiembla la voz y las piernas me flaquean. Porque los grandes pasos conllevan grandes responsabilidades. Pero estoy convencida que podremos con todo, juntos siempre es así.

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Y no lo olvides, ni ahora ni nunca: Hoy, mañana y siempre, en esta vida o en cualquier otra, seguiría apostando por ti, creyendo en ti, enamorándome de ti. En definitiva, una y mil veces más.

Sensaciones

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Tocar el mar con la punta de los dedos. Enterrar los pies en la arena y dejarte arrastrar por el vaivén de las olas, que representan todo eso que somos, hoy aquí, mañana allí. Ese movimiento constante, esa fluctuación, esas ganas de arrasar con lo que se ponga por medio.

Y rompe, en el momento preciso, cuando ya no lo esperas. Y el ruido ensordece, llega a su cúspide, a su por qué, a su misma razón. Y seguidamente calma, con su melancolía subestimada, a su punto de partida. Al origen de toda reacción encadenada. Y pienso cuando llegará el día en el que rompamos con todo. Con cánones predeterminados, con planes diseñados y tallados a una medida que creían tuya, en los que ni siquiera elegiste patrón, ya vino dado, y confiaste, porque resulta más fácil confiar que volar lejos. Porque el vuelo es inestable y el batacazo puede ser tremendo. Pero te perderás las vistas,  las sensaciones que producen el aleteo, la subida de adrenalina por el cuerpo, y la incertidumbre de no saber qué pasará.

Un helado de colores, de hielo, como aquél arco iris que contemplábamos aquél fastidioso día de invierno, en el que llovía a cantaros, y tú cantabas, y yo reía, por tu disparatada forma de hacerlo, como si nadie te viera, dejándote el pulmón en cada palabra. Y la lluvia cesó por ti, pareció que también quería sonreír.

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El sol que abrasa, que diluye la melancolía de las apagadas y oscuras noches de invierno. Que destruye la frialdad y el ajetreo, las ganas de soledad, de languidez constante. El sol que atrae las ganas de locura, las voces que aumentan de tono, las risas que invaden las calles, los parques. El sol que extasía mi piel, que la ensombrece, la llena de vida. Y puedo con todo, llego a la luna si quiero.

El pájaro que canta a lo lejos, reposado en la rama, con la felicidad por montera, siguiendo a su propia naturaleza, su instinto, su fortaleza. Escucho la suave melodía, diseñada a medida por él, como si de un enigma tratara, preparada a conciencia, predispuesta a hacerme sentir algo. Creo que sabe que le escucho, que le presto atención. Y canta con más ganas si cabe. Gorgotea, como emanando notas a doquier. Predispone sus alas y marcha. E instintivamente pienso en lo que acaba de ocurrir, en todo lo que parecía querer decir. Y me apeno por la poca empatía que tenemos con cosas como esa. Por la poca importancia que le damos a este tipo de actos. Por la desgana y el desinterés por comprender, por sentirnos conectados con esa desconocida parte de la esencia que, a pesar del mundo en el que vivimos, seguimos compartiendo.

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Una sensación, el aroma de tus besos en mi piel. Con sabor a dulce, a fresco, a ganas. Acariciando con la yema de tus dedos mi espalda, dibujando un corazón gigante, invisible, perceptible, inmenso. Y me apartas el pelo y preguntas, y sé exactamente qué has retratado, pero me hago la dura, la fuerte. Y no sabes que estoy derretida, por ti, de ti. Que no es el calor, ni la sed, que no son estos días.

Y tú tiras y yo aflojo. Y correteas gritando mi nombre. Y sólo yo sé lo que me gusta eso. Mi nombre en tus labios. Tú esencia en mis brazos.

Y aquél corazón que quedó para siempre etéreo e impalpable en la piel.

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Por mí fue.

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Di un último sorbo al incandescente café, miré a través del cristal moteado por la lluvia, ávido de nostalgia, de sueños, de algún que otro remordimiento.

Y lo sentí, esa punzada de terror, la misma que resquebrajó en mil pedazos el alma que entonces quedaba, esa solitaria, triste y desamparada mirada. Me vi a misma reflejada en el muro vidrioso que me separaba de la implícita e intermitente realidad. Yo misma, con algún aprendizaje de más, quizá con alguna lágrima de menos, e indudablemente con mil historias sin finiquitar pululando por el alrededor. Y me quise más, y te sentí menos.

Y me mordí el labio tan fuertemente que sangró y ni me di cuenta. Kilos de analgésicos naturales debería de llevar, algo a lo que llaman ensoñación, pesadumbre, desazón, o similares. Todo lo que hizo ni inmutarme, ni sentir dolor, ni picor, ni ápice de aflicción. Tuve que ser consciente a golpe de servilleta en un intento de eliminar los últimos sinsabores de aquél amargo café, que ni siquiera me gusta, que maldigo, que eludo a la mínima intención de obsequio.

Y es que en todos los corazones se aguardan fuegos sin apagar, lágrimas no derrochadas, pautas que no se siguieron y quedaron guardadas, kilómetros de pesadumbres mal gestionadas, momentos implícitos de amargura existente.

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Que no todo son fiestas, sonrisas permanentes, días bien avenidos en los que se aplauden ensoñaciones. Que no todo tenía que ser descorchar champán y brindar a la mínima oportunidad.

Tú lo tienes, yo lo tengo, y aquél que grita a lo lejos de felicidad lo tiene. Eso es así, aunque mañana posiblemente lo niegue, aunque me vuelva tarumba cantando a grito pelado algún “hit” del momento, aunque tengas que venir a rescatarme  del epicentro de la misma satisfacción.

Pero se reconstruye, se aprende a vivir con ello, se camufla, se oculta, se tergiversa. Amanecen sonrisas  cada día, a pesar de la posible y nefasta noche pasada, de las maldiciones que se crearon en caldeadas mentes, fruto de la turbación. Mañana será otro día, las circunstancias cambiarán y tú lo harás con ellas.  Posiblemente millones de frustraciones no desaparezcan, pero encontraran su amparo, su razón y su por qué. Y algo de sentido hallarás, una razón, una lamentación, un aprendizaje.

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Necesitas ser consciente de lo que perdiste, de lo que deseaste y no fue, del porqué del error, del nudo que te ata el pecho sin contemplación.

Deberás y tendrás que ser capaz de mirarte en el reflejo del espejo, en aquello que intentas ocultar. Desnudo frente a ti mismo, sin velos, sin capas, sin mentiras. Con las manos de frente, sin amarrar excusas. Te juro que las aguas calmarán.

Y saqué el carmín de mi bolso, aquel que consigue dibujarme una sonrisa en los labios en los peores momentos, el que saca a relucir la fuerza cuando no quedan ganas.

Y fueron dos palabras las que caligrafié en aquel moteado cristal: Por mí.

Y por mí fue.

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