Ya no será.

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-Llámame Zoe. A partir de ahora me llamo así, entre nosotras.

-¿Por qué?- Pregunté asombrada.

-María es demasiado normal, y quiero ser diferente, quiero sonar diferente.

Y nunca comprendí ese empeño que tenía en ser otra persona. No sé si huía de algo o si sencillamente quería encontrarse. No sé si efectivamente el único anhelo era el de ser distinta, distinguirse en algo, florecer. No comprendió o no se dio cuenta que ella era de todo menos normal.

Era de ese tipo de personas que de primeras asustan, por su carácter despreocupado, por esa inquebrantable personalidad. O las odias o las amas. No existe término medio. Ella era así, tan extremista en todo lo que hacía. Esforzándose por hacerse notar, por dejar huella y serigrafiar momentos.

No existía la palabra tabú, con ella todo era posible. Conectamos desde el primer momento. Nos asemejábamos en millones de cosas imperceptibles para el ojo humano. Y, sin embargo, esas pequeñeces que nos diferenciaban eran las más visibles, las que quedaban mostradas y perfectamente tangibles a la primera de cambio.

Ambas veíamos en la otra aquello que nos faltaba. Yo, una niña buena, con una vida correcta, caminando a pies de puntilla, para evitar pisar charcos, para evitar ensuciar ese halo de perfección, con una vida predispuesta a lo que parecía el éxito.

Ella, sin rumbo fijo, pisando fuerte, con la cabellera enmarañada, de dudas, como su mente, como su mundo fantástico. Sin reglas, sin horarios, con el aquí y ahora. Con la predisposición al salto, sin cuerda, con los ojos vendados, sin aflojar, de sopetón, todo de una. Y sorprendía, siempre lo hacía. Con esas ocurrencias que solo podían salir de alguien sin miedo.

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Pero siempre lo supe, que tras capas de fortaleza se encontraba una niña asustada pidiendo auxilio, necesitada de apoyo, de la complicidad que ambas conseguimos capturar.

Nos conocíamos de manera distinta. Creo que fuimos capaces de mostrarnos la una a la otra todo lo que ocultábamos al resto. Esas pequeñeces y sinrazones que continuamente nos afanábamos en camuflar y negar por ser o estar fuera de lugar, por el miedo a cruzar esa línea roja que alguien marcó insensatamente para restringir, para coartar personalidades arrolladoras.

Ella me hacía libre. Sí, como suena. Conseguía apartar de nosotras todas esas cuerdas que nos ataban. No había miedo, ni vergüenza, ni palabras mal dichas en contextos que se esperan. Todo era posible. Absolutamente todo.

-Abre la mano- Me susurró.

Yo, educadamente lo hice, con ese manojo de nervios, sin saber qué me esperaba.

Me arrojó un puñado de monedas, y me apretó fuertemente la mano para que permaneciera cerrada, para no dejarlas ir, como si atesorara algo valioso.

-Tus primeros euros. Ahora ya eres parte de este momento histórico, del cambio de moneda.

Y me dejó pensando, siempre causó en mí ese tipo de reacción, de sorpresa, de reflexión.

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Y sonreí, porque ese tipo de intrepideces eran tan nuestras que solo entendíamos en la complicidad mutua.

-Prométeme que me ensañarás alguna canción de Bach en el piano- imploró casi para sus adentros.

-Sí, quizá algún día.

Y ahí nos quedamos, en esa asidua ensoñación. Silenciosas, agradecidas, satisfechas.

Y algún día nunca fue. Y ya no será.

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